DOCUMENTO : EL COMPROMISO DE CIUDAD DEL CABO ( 2 )


Una Confesión de Fe y un Llamado a la Acción
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(Segunda parte del documento)



PRIMERA PARTE
PARA EL SEÑOR QUE AMAMOS
La Confesión de Fe de Ciudad del Cabo


1. Amamos porque Dios nos amó primero


La misión de Dios fluye del amor de Dios. La misión del pueblo de Dios fluye de nuestro amor por Dios y por todo lo que Dios ama. La evangelización mundial es el fluir del amor de Dios hacia nosotros y a través de nosotros. Afirmamos la primacía de la gracia de Dios y en consecuencia respondemos luego a esa gracia por fe, demostrada a través de la obediencia del amor. Amamos porque Dios nos amó primero y envió a su Hijo para ser la propiciación por nuestros pecados.[1]

  1. El amor por Dios y el amor por el prójimo constituyen los primeros y mayores mandamientos de los cuales dependen toda la ley y los profetas. El amor es cumplir la ley, y es el primer fruto del Espíritu que se nombra. El amor es la evidencia de que hemos nacido de nuevo, la seguridad de que conocemos a Dios y la comprobación de que Dios mora en nosotros. El amor es el nuevo mandamiento de Cristo, quien dijo a sus discípulos que sólo en tanto y en cuanto obedecieran este mandamiento, la misión de ellos sería visible y creíble. El amor mutuo entre cristianos es la forma en que el Dios invisible, que se hizo visible a través de su Hijo encarnado, sigue haciéndose visible al mundo. El amor era una de las primeras cosas que Pablo observaba y elogiaba entre los nuevos creyentes, junto con la fe y la esperanza. Pero el amor es el mayor, porque el amor nunca deja de ser.[2]

  2. Este amor no es débil ni sentimental. El amor de Dios es fiel, comprometido, abnegado, sacrificado, fuerte y santo, porque está fundamentado en su pacto. Dado que Dios es amor, el amor permea todo el ser y las acciones de Dios, tanto su justicia como su compasión. El amor de Dios se extiende por sobre toda su creación. Se nos ordena amar de formas que reflejen el amor de Dios en todas esas mismas dimensiones. Esto es lo que significa andar en el camino del Señor. [3]

  3. Así que, al enmarcar nuestras convicciones y nuestros compromisos en términos del amor, estamos asumiendo el desafío bíblico más básico y exigente de todos:

(1)           amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, nuestra alma, nuestra mente y nuestras fuerzas;
(2)           amar a nuestro prójimo (incluyendo el extranjero y el enemigo) como a nosotros mismos;
(3)           amarnos unos a otros como Dios nos ha amado en Cristo, y
(4)           amar al mundo con el amor de Aquel que entregó a su único Hijo para que el mundo pudiera ser salvo a través de él.[4]

  1. Este amor es el don de Dios derramado en nuestros corazones, pero es también el mandato de Dios que requiere la obediencia de nuestras voluntades. Este amor significa ser como Cristo mismo: robusto en la resistencia, pero amable en humildad; duro para resistir el mal, pero tierno en compasión por los que sufren; valiente en el sufrimiento y fiel hasta la muerte. Este amor fue ejemplificado por Cristo en la tierra y es medido por el Cristo resucitado en la gloria.[5]  


Afirmamos que este amor bíblico integral debe ser la identidad determinante y la marca distintiva de los discípulos de Jesús. En respuesta a la oración y el mandato de Jesús, anhelamos que se cumpla en nosotros. Confesamos con tristeza que, demasiado a menudo, esto no ocurre; así que nos comprometemos nuevamente a realizar todos los esfuerzos posibles por vivir, pensar, hablar y comportarnos de formas que expresen lo que significa andar en amor; amor por Dios, amor unos por otros y amor por el mundo.

2. Amamos al Dios vivo


Nuestro Dios a quien amamos se revela en la Biblia como el Dios que es uno, eterno y vivo, que rige todas las cosas según su voluntad soberana y para su propósito de salvación. En la unidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios solo es el Creador, Soberano, Juez y Salvador del mundo.[6] Así que amamos a Dios, agradeciéndole por nuestro lugar en la creación, sometiéndonos a su soberana providencia, confiando en su justicia y alabándolo por la salvación que ha logrado por nosotros.

a.     Amamos a Dios por sobre todos los rivales. Se nos ordena amar y adorar al Dios vivo únicamente. Pero, como el Israel del Antiguo Testamento, permitimos que nuestro amor por Dios sea adulterado al seguir a los dioses de este mundo, los dioses de las personas que nos rodean.[7] Caemos en el sincretismo, seducidos por muchos ídolos como la avaricia, el poder y el éxito, sirviendo a las riquezas en vez de Dios. Aceptamos las ideologías políticas y económicas dominantes sin una crítica bíblica. Somos tentados a transigir en nuestra creencia en la singularidad de Cristo bajo la presión del pluralismo religioso. Como Israel, necesitamos escuchar el llamado de los profetas y de Jesús mismo a arrepentirnos, a abandonar a todos estos rivales, y a volver obedientemente al amor a Dios y la adoración sólo de él.

b.     Amamos a Dios con pasión por su gloria. La mayor motivación para nuestra misión es la misma que impulsa la misión del propio Dios: que el único Dios vivo sea conocido y glorificado en toda su creación. Esa es la meta última de Dios y debería ser nuestro mayor gozo.

"Si Dios desea que toda rodilla se doble ante Jesús y toda lengua lo confiese, deberíamos desear lo mismo nosotros. Debemos ser 'celosos' (como lo expresa la Biblia a veces) de la honra de su nombre: preocupados cuando permanece desconocido, dolidos cuando es ignorado, indignados cuando es blasfemado y en todo momento ansiosos y decididos a que reciba la honra y la gloria que le corresponden. El motivo misionero supremo no es ni la obediencia a la Gran Comisión (por importante que sea), ni el amor por los pecadores que están alienados y están pereciendo (por fuerte que sea ese incentivo, especialmente cuando reflexionamos sobre la ira de Dios), sino más bien el celo –un celo ardiente y apasionado– por la gloria de Jesucristo. [...]. Ante esta meta suprema de la misión cristiana, todos los motivos indignos se marchitan y mueren".[8] John Stott

Debería ser nuestro mayor dolor que en nuestro mundo el Dios vivo no sea glorificado. El Dios vivo es negado en el ateísmo agresivo. El único Dios verdadero es reemplazado o distorsionado en la práctica de las religiones mundiales. Nuestro Señor Jesucristo es abusado y tergiversado en algunas culturas populares. Y el rostro del Dios de la revelación bíblica es oscurecido por el nominalismo cristiano, el sincretismo y la hipocresía.

Amar a Dios en medio de un mundo que lo rechaza y lo distorsiona requiere el testimonio osado pero humilde de nuestro Dios, la defensa robusta pero amable de la verdad del evangelio de Cristo, el Hijo de Dios, y la confianza en oración en la obra de convicción y convencimiento de su Espíritu Santo. Nos comprometemos con este testimonio, porque si decimos que amamos a Dios, debemos compartir su mayor prioridad, que es que su nombre y su Palabra sean exaltados por sobre todas las cosas.[9]


3. Amamos a Dios el Padre


A través de Jesucristo, el Hijo de Dios –y a través de él solo como el camino, la verdad y la vida–, llegamos a conocer y amar a Dios como Padre. Así como el Espíritu Santo testifica con nuestro espíritu que somos hijos de Dios, también nosotros pronunciamos las palabras que Jesús usó en su oración: "Abba, Padre", y oramos la oración que enseñó Jesús: "Padre nuestro". Nuestro amor por Jesús, demostrado al obedecerlo, se encuentra con el amor del Padre por nosotros al morar el Padre y el Hijo en nosotros, en un mutuo dar y recibir amor.[10] Esta relación íntima tiene profundos fundamentos bíblicos.

  1. Amamos a Dios como el Padre de su pueblo. El Israel del Antiguo Testamento conocía a Dios como Padre, como el que les dio existencia, los llevó y los disciplinó, requirió su obediencia, anheló su amor y ejerció un perdón compasivo, y un amor paciente y duradero.[11] Todas estas cosas siguen vigentes para nosotros como el pueblo de Dios en Cristo, en nuestra relación con nuestro Padre Dios.

  1. Amamos a Dios como el Padre, quien amó tanto al mundo que entregó a su único Hijo para nuestra salvación. ¡Cuán grande es el amor del Padre, para que seamos llamados hijos de Dios! ¡Cuán inconmensurable es el amor del Padre que no escatimó a su único Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros! Este amor del Padre al dar su Hijo se vio reflejado en el amor abnegado del Hijo. Hubo una completa armonía de voluntad en la obra de expiación que el Padre y el Hijo lograron en la cruz a través del Espíritu eterno. El Padre amó al mundo y dio a su Hijo; "el Hijo de Dios […] me amó y se entregó a sí mismo por mí". Esta unidad del Padre y el Hijo, afirmada por Jesús mismo, se refleja en el saludo más repetido de Pablo: "Gracia y paz sean a vosotros, de Dios el Padre y nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados […], conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén".[12]

  1. Amamos a Dios el Padre cuyo carácter reflejamos y en cuyo cuidado confiamos. En el Sermón del Monte, Jesús señala repetidamente a nuestro Padre celestial como el modelo o el foco para nuestra acción. Debemos ser pacificadores, como hijos de Dios. Debemos hacer buenas acciones para que nuestro Padre reciba la alabanza. Debemos amar a nuestros enemigos como reflejo del amor de Padre de Dios. Debemos dar, orar y ayunar sólo para los ojos de nuestro Padre. Debemos perdonar a otros como nuestro Padre nos perdona a nosotros. No debemos tener ansiedad, sino que debemos confiar en la provisión de nuestro Padre. Con este comportamiento resultante del carácter cristiano, hacemos la voluntad de nuestro Padre celestial, dentro del reino de Dios.[13]


Confesamos que hemos descuidado frecuentemente la verdad del carácter de Padre de Dios, y nos hemos privado de las riquezas de nuestra relación con él. Nos comprometemos nuevamente a acudir al Padre a través de Jesús el Hijo: a recibir y responder a su amor de Padre, a vivir en obediencia bajo su disciplina de Padre, a reflejar su carácter de Padre en todo nuestro comportamiento y actitudes, y a confiar en su provisión de Padre en las circunstancias a las cuales él nos conduzca.



[1]           Gálatas 5:6; Juan 14:21; 1 Juan 4:9,19
[2]           Mateo 22:37-40; Romanos 13:8-10; Gálatas 5:22; 1 Pedro 1:22; 1 Juan 3:14; 4:7-21; Juan 13:34-35; Juan 1:18+ 1 Juan 4:12; 1 Tesalonicenses 1:3; 1 Corintios 13:8,13
[3]           Deuteronomio 7:7-9; Oseas 2:19-20; 11:1; Salmos 103; 145:9,13,17; Gálatas 2:20; Deuteronomio 10:12-19
[4]           Deuteronomio 6:4-5; Mateo 22:37; Levítico 19:18,34; Mateo 5:43-45; Juan 15:12; Efesios 4:32; Juan 3:16-17
[5]           Romanos 5:5; 2 Corintios 5:14; Apocalipsis 2:4
[6]           Deuteronomio 4:35,39; Salmos 33:6-9; Jeremías 10:10-12; Deuteronomio 10:14; Isaías 40:22-24; Salmos 33:10-11,13-15; Salmos 96:10-13; Salmos 36:6; Isaías 45:22
[7]           Deuteronomio 4 y 6
[8]           John Stott, The Message of Romans, The Bible Speaks Today (Leicester and Downers Grove: Intervarsity Press, 1994) p. 53
[9]           Salmos 138:2
[10]          Juan 14:6; Romanos 8:14-15; Mateo 6:9; Juan 14:21-23
[11]          Deuteronomio 32:6,18; 1:31; 8:5; Isaías 1:2; Malaquías 1:6; Jeremías 3:4,19; 31:9; Oseas 11:1-2; Salmos 103:13; Isaías 63:16; 64:8-9
[12]          Juan 3:16; 1 Juan 3:1; Romanos 8:32; Hebreos 9:14; Gálatas 2:20; Gálatas 1:3-5.
[13]          Mateo 5:9,16,43-48; 6:4,6,14-15,18, 25-32; 7:21-23 
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